Por David Tecklin, investigador Programa Austral Patagonia, Universidad Austral de Chile.
Si uno tiene la suerte de viajar por la Carretera Austral este verano y contemplar los extraordinarios paisajes que aparecen en el camino, lo más probable es que se esté disfrutando de una parte de las tierras fiscales del país. Estos espacios ocupan más de la mitad del territorio continental y conservan importantes ecosistemas de la Patagonia chilena; proveen servicios claves para la sociedad como son el agua, la captura de carbono, espacios de recreación, y más importante aún, pertenecen a todos los ciudadanos.
En Chile, más de la mitad del territorio es de propiedad fiscal, lo que implica cerca de 41 millones de hectáreas distribuidas en la macrozona norte y sur, principalmente. Casi el 50% de estos territorios pertenecen a parques y reservas nacionales del Sistema Nacional de Áreas Protegidas del Estado (SNASPE). Y si nos referimos a la Patagonia Chilena, existen casi 19 millones de hectáreas de tierras fiscales con un tremendo potencial para la conservación y el desarrollo local, y 5 millones de ellas no están bajo ninguna figura de gestión o administración que garantice su protección.
Tanto las áreas protegidas existentes como las tierras fiscales aún sin administración carecen de una ley marco que oriente y resguarde su gestión, y padecen una deuda histórica en los presupuestos públicos. Por un lado, la Corporación Nacional Forestal (CONAF) con recursos insuficientes que además dependen en su mayoría del corte de entradas, mantiene el sistema de áreas protegidas sustentado por un tratado internacional (Convención de Washington de 1967) y elementos de leyes antiguas como la Ley de Bosques de 1931. Por otro lado, las tierras fiscales quedan bajo la supervigilancia del Ministerio de Bienes Nacionales, siguiendo decretos anticuados con un enfoque en la adquisición y disposición de bienes del Estado (Ley 1.939 de 1977), pero sin una ley marco que establezca los intereses públicos en estas tierras y sin reconocimiento de los extraordinarios valores culturales y naturales que contienen. A modo de ejemplo, el 60% de las cuencas que abastecen de agua potable a la población en la Patagonia chilena se ubican total o parcialmente dentro de tierras fiscales sin administración.
Es decir, hoy en día las tierras fiscales son tierras de propiedad estatal, pero sin un mandato público que asegure su conservación, mejore el acceso público a la naturaleza, o asegure la participación de la ciudadanía en su gestión. Esta situación, desatendida por décadas, contrasta con la de otros países como Estados Unidos, Canadá y Nueva Zelandia, donde los usos y gestión de las tierras públicas son temas relevantes para la sociedad y el debate público. La conservación no es excluyente de otras demandas legitimas hacia las tierras fiscales, como por ejemplo las demandas de restitución de tierras ancestrales por pueblos originarios, intereses de pobladores locales en mantener ciertos usos consuetudinarios como la trashumancia ganadera, y usos deportivos emergentes por mencionar solo algunos. Si estamos al borde de un cambio de paradigma respecto de lo público del territorio, está por verse, pero hay una serie de elementos que señalan que la ciudadanía cada vez más reconoce que las tierras fiscales deben ser tierras públicas con participación, conservación y con acceso público responsable.
Sin ir más lejos, en la Región Metropolitana, la campaña ciudadana Queremos Parque ha llamado la atención por la existencia de un territorio de 142.000 hectáreas de tierras fiscales en la zona montañosa de los valles Olivares y Colorado, y por la necesidad de crear un nuevo parque nacional con participación y accesos públicos y no dejarlo como otra zona de sacrificio para la minería y la fragmentación en propiedad privada.
Se espera que la declaración de este parque pronto se haga realidad, y junto con este logro, se ejemplificaría la oportunidad que existe a lo largo de la zona de la Cordillera de los Andes donde persisten tierras fiscales, las cuales ofrecen oportunidades de esparcimiento para la población, pero también proveen agua a muchos de los ríos claves del país, incluyendo el Achibueno, Maule y Biobío.
Volviendo a la Patagonia chilena, en múltiples comunas los gobiernos locales en alianza con organizaciones de conservación se han unido para solicitar, bajo la figura de Bien Nacional Protegido (BNP), la protección de tierras fiscales y conservar así sus cuencas, paisajes, flora y fauna y oportunidades de turismo local vinculado a las tradiciones locales. Aquí caben los casos del Municipio de Bernardo O’ Higgins con el predio El Mosco y el Municipio de Río Ibáñez con la Cordillera el Avellano, territorios clave para la protección del hábitat del huemul. La declaración de BNP, la que hoy día suma 65 áreas, ha sido una de las principales contribuciones del Ministerio de Bienes Nacionales a la conservación, sin embargo, como no se acompañan con presupuesto ni reglamentos claros, su gestión por lo general es ausente o muy precaria. Una de las propuestas actuales dentro del proyecto de Ley para el Servicio de Áreas Protegidas y Biodiversidad (SBAP) es transferir su gestión a este nuevo sistema. De ocurrir, es vital asegurar que se mantenga la flexibilidad para acomodar los usos históricos locales que han sido reconocidos en los BNP y las oportunidades para que las comunidades locales participen de manera directa en su gestión.
Finalmente, la convención constituyente presenta una inédita oportunidad para reconocer y definir el destino de las tierras fiscales, por esto, la Iniciativa Popular de Norma N°46.194, presentada por las profesoras de derecho Dominique Hervé y Verónica Delgado, con el apoyo de decenas de organizaciones ambientales y especialistas en el tema, consagraría un deber especifico del Estado de custodiar la naturaleza y con particulares responsabilidades de conservación, acceso público responsable y equidad respecto de los bienes públicos que son común a todas las personas como las tierras fiscales protegidas en el SNASPE y los que ocupan otros ecosistemas terrestres y zonas de montaña.
En este desafiante año de aspiraciones y decisiones públicas, es de esperar que las tierras públicas empiezan a ocupar el lugar que merecen como objeto de políticas de conservación en el interés público y cuya gestión sea transparente y guiada por los mejores conocimientos científicos y locales.